08 septiembre, 2009

Duración de la bronca

¿Cuánto dura la bronca de una derrota muy fea?

Esa es una pregunta que solemos hacernos uno o dos días después de morder el polvo de la derrota.

Esa sensación de desazón, de desesperanza total, generalmente se mezcla con iracundia hacia algún protagonista del partido… un defensor que no cruzó a tiempo, un mediocampista lento o de bajo compromiso, un delantero al que le falló el tiro del final, el árbitro, el técnico, el travesaño… y hasta la suerte, el destino, la “paternidad” o la “racha”.

El asunto se complica emocionalmente cuando la derrota era el resultado más lógico antes del partido.

En realidad, en lugar de ser un atenuante, la previsibilidad del resultado acentúa la indignación.

¿Por qué sucede esto? Muy simple: nuestro enojo no se vincula solamente con el resultado, sino con al menos dos elementos adicionales.

Primero, la bronca se potencia con lo que podríamos llamar el efecto espejo. Se trata de la difícil tarea de mirarnos al espejo y reconocer quiénes somos. Asumir la realidad, aunque no nos guste.

Cuando nuestro equipo no es superado por un rival de un mismo nivel o inferior, sino por uno superior, nos duele tener que aceptar que los otros son mejores. Nos resulta muy difícil vernos en el espejo y no tratar de engañarnos. Es más simpático pensar que uno es lo que era, o es lo que algún día puede llegar a ser, en lugar de bancarnos lo que nos toca, lo que somos hoy.

Segundo, el enojo resulta de la comprobación lamentable de la falta de concreción de un milagro.

El fútbol es el deporte más lindo del mundo porque no siempre gana el que es mejor. Cada tanto se da el fenómeno que los futboleros de corazón conocen muy bien. El equipo que en los papeles y en las expectativas tiene menos chances entra a la cancha y tiene la tarde o noche ideal. Opaca el rival, que todos saben que es mejor. Da el batacazo. La sorpresa. Deja atónito a los oponentes y produce el resultado que nadie esperaba. Es la historia de la cenicienta, de David y Goliat. El cuento de hadas. Hollywood.

El hincha de fútbol, por más racional que sea en su vida extra-futbolística, siempre tiene dentro suyo a un idealista, a un místico, que espera el milagro en cada partido. Cuando va de punto sueña con ser banca. En vísperas de enfrentamientos difíciles, casi imposibles, espera silenciosamente que se de la sorpresa. Empieza a preparar en su mente el festejo desenfrenado de lo inesperado.

Sin embargo, si el partido se juega y gana el mejor, el hincha se hunde en un pozo. Debe asumir tres cosas: el resultado, la realidad y la postergación de la llegada del milagro.

Algunos verán el partido varias veces, para verificar quién fue el villano o probar si en la repetición el gol entra.

Otros solamente querrán dormir y despertar al día siguiente para constatar que por algún motivo declararon que el partido no fue válido. El anti-doping le dio positivo a alguien, o detectaron alguna falla o trampa que implica la necesidad de que el partido se juegue de nuevo. En el 99.9999999 por ciento de los casos no sucede nada de esto.

La duración de la bronca no es un período fijo. El duelo no es igual para todos. No conocemos cuánto conviviremos con ella.

Pasa un poco de tiempo. No sé muy bien cuánto. Entonces, la bronca se convierte en resignación. Esta última, por un proceso psíquico o químico, vaya uno a saber, va mutando hasta que forma una tímida esperanza. El anhelo de revancha, la sensación de que la próxima vez sí podremos. Sabemos que no somos los mejores, pero quizá se nos de. No somos tan malos. Y los otros alguna vez se van a equivocar.

Cuando llegamos a este estado ya estamos listos para intentar empezar de nuevo.